Mingo era madrugador. Muy.
Sin pesadumbre alguna, a las 5 podía estar en pie completamente despierto y en operaciones.
Durante la semana, sus madrugadas eran silenciosas, imperceptibles.
Pero había mañanas también los sábados y domingos, claro.
Misericorde con los durmientes, era una sombra hasta que salía el sol. Después, ya se lo oía silbar un poco.
Y después, la música.
Músicas de las mañanas, que no eran las mismas que las de otras horas.
Tito Schipa, por ejemplo. Otro amigo tenor.
A veces, mirando a un lugar en lo alto en el que supongo moraban los dioses del canto, Mingo cantaba a dúo con Tito, a dos tenores, cada uno girando el mundo de distinto modo: Tito, a plena voz desde la colección de discos (algunos de pasta, 78 rpm.); Mingo, en sus propias órbitas, tan misteriosas como inocentes.