Si le digo que me gusta, ya le barrunto la mueca. Pero me gusta, realmente. Y, por mi parte, nada que decirle a quien no le guste.
Y esto que traigo ahora no me gusta por medieval (el adjetivo me fastidia, qué puedo hacer...): sería una de esas tonteras partisanas frecuentes cuando, por aprecio -a veces canónico- del todo, se hace el gesto de que tiene que gustarle a uno la parte.
No. Estas gentes sonaran extrañas, como rústicas, al menos a nuestros oídos hodiernos, que parece que no nacieron sino en el siglo XV. Pero estas gentes tienen un sentido del humor, una entereza, una capacidad para expresar un pathos (sobre la vida, la muerte, el amor, la fe) que me parece que no conocimos y, peor, que hemos perdido. De allí, diría, que nuestro paladar desprecie los sonidos que desconoce.
Lo cierto es que hablábamos con i compagni sobre estas cosas en estos días y prometí dejar aquí unas muestras de esas sonoridades de un tiempo al que nos hemos acostumbrado a llamar sin nombre: edad media, consintiendo casi con eso mismo en ser llamados peor que hideputas, dijeran los peninsulares, ya que ni siquiera conocemos el nombre no ya de nuestro padre, sino tampoco el de nuestra madre.
En este caso hay asuntos que van del siglo IX al XIV y de varias partes de la medieval Europa madre. Sí: madre. Porque Europa y estas músicas son nuestra madre en cosas y sonidos que llevamos en la sangre y en la voz y en los ojos y los oídos.
Y que nuestros hijos llevan. Y que los hijos de nuestros hijos llevarán.