Trajina el día desde el alba, anda de aquí para allá en sus cosas (y en demasiadas cosas no suyas...) y así es como pasa el tiempo de la luz de sol, que fue suave y fresco.
Llega la noche y usted, con ella, cae a la cueva como un cazador furtivo, digamos así, de vuelta al cubil, cargado de presas que quién sabe si valen algo.
Abre las ventanas del mundo y del cuore, respira hondo, ventila el ámbito.
Juega con la idea de prepararse un bocado. Y todo termina en unos amargos y unos cigarros. Ya será pasada la medianoche que el cazador furtivo ataque la despensa, en silencio, saboreando los ecos de la casa vacía...
Entonces.
¿Qué habrá de música en esta noche fresca?
De la nada, se yergue imponente el Théâtre des Champs-Elysées, en París.
Y entonces suenan ellos, mis queridos amigos de Il Giardino Armonico.
Y entonces aparece ella, mi querida Cecilia Bartoli (ya le dije: se dice la Bartoli...)
Y casi dos horas de Vivaldi.
¿Ve?
A usted no le pasan esas cosas...
¿Que qué hubo de postre?
No.
Ningún postre.