Era la tarde, cayendo.
Hubo una lluvia clara y fresca.
Mientras, en mi cueva, con trabajos de papeles, oía mi infancia y parte de mi adolescencia gotear en las notas de Antonio Lotti, a quien encontré casualmente (¿?) mientras andaba musicando por varia parte.
Porque con sus músicas vinieron, de sorpresa, los sones de las radios en las Semanas Santas de mis años chicos.
¿Quién sabe? Me parece ahora que aquello de hace más de medio siglo ya, era una rémora curiosa en un mundo postcristiano: un mundo que ya era este mundo nuestro de hoy día y que no parecía justificar esa reverencia silenciosa, ese musical color morado que cubría por un tiempo las estridencias y zonceras de la radio. Porque aquel mundo ya eran las estridencias y zonceras de la radio.
Claro que, todavía hoy, como oferta de temporada, hay películas al tono en las Navidades y cerca de las Pascuas.
Antes, por decir algo, eran It's a wonderful life, de Frank Capra, o Ben Hur o Rey de Reyes o El Manto sagrado. El menú cambió, por cierto. Aquel mundo ya era éste..., pero no tanto.
Entonces, mientras miraba llover, se me cruzó Antonio Lotti.
Conocía vagamente, como de oídas, su Crucifixus, un motete famoso que compuso para 6, 8 y 10 voces. Tal vez la más conocida parte de su Credo, que sigue la versión de Nicea.
Pero siguiéndole los pasos fui a dar con otras tres obras de un repertorio variado de este véneto muy reconocido en sus días (fines del XVII hasta mediados del XVIII) y bastante poco en los nuestros.
Dos Miserere y una Missa del sesto tuono.
Y así, consonante, pasó la tarde y llegó la noche.