Cuando empiece a caer el sol, este hondón de la sierra, un abra chica, tendrá una frescura intensa y aromada, suave.
Más lejos, sobre las piedras del río, todavía hay lagartijas al sol fuerte. De tanto en tanto, se siente el chapuzón súbito o la caída de agua constante y tronante en el socavón.
Pero no hace calor a esta hora aquí en el abra donde tiene la hostería "El Descanso" don Nicanor Bustos, serrano moreno, quieto y fornido, hombre de muchos años y risa limpia. Vive con su mujer y una chorrera de perros todos mansos y cumplidores como peones.
De aquí busco el agua de la vertiente, la de tomar. Hay que llegarse hasta una especie de patio y cruzar hasta la quinta por el borde de una pirca y sacar el agua de un pico. A veces vengo a buscar cosas de la quinta.
Cuando ando a caballo, bastante lejos del abra, todavía así alcanzo a oír el cello que suena en la tardecita con un eco fantasmal desde el fondo del valle y se esparce como viento.
Son pocas las veces que entro a la hostería solamente a oír. Me parece que molesto, que interrumpo. Entonces me siento en una piedra que hay bien a la entrada, bajo unos cedros centenarios, los únicos de alrededor. Los plantó el padre de Don Nico oí decir.
Pero desde la sombra del camino que lleva a los arcos de la galería de la hostería se oye magníficamente.
Siempre al atardecer, siempre fresco. Siempre sonoro y terrible el cello del abra.
Es un arquitecto y astrónomo que pasa temporadas aquí, en Cabalango. Viene de Río Cuarto y está en la orquesta de la universidad. Algunas veces he visto que viene con su hija, y ella lo acompaña con una viola dulce y vibrante como una calandria. También ella es de la orquesta.
Me paso horas de días oyendo lo que él dice que son ensayos y son conciertos.
Habla poco el arquitecto. Es bastante taciturno, de mirada melancólica pero animada a la vez. Curioso, vivaz, mira la sierra, los árboles y el abra cuando toca, como si buscara allá la música, en las cosas. Cada tanto, cierra los ojos y levanta la frente como en un lamento o en una congoja, y acompaña así la intensidad de las notas, la hondura, el filo hiriente de algunos acordes que parten el alma.
Sí, es de hablar poco, casi nada. Pero se entiende, después de todo. ¡Qué tendrá que hablar con un chico porteño de 10 años que lo oye tocar el cello, cada año, cada verano y algún que otro invierno, durante casi 10 años!
Sí, el chico es medio lugareño, es del pago un poco, pero es porteño, qué tanto... ¿Y qué sabe de cello, qué le importa la viola? Si acaso, y si pregunta, entonces se le habla de estrellas y del cielo...
Y así fue mi infancia y mi juventud de vacaciones en los veranos de Cabalango, Córdoba adentro, y en algunos pocos inviernos de aquellas sierras.
Hoy ya no es aquello. Pero de aquello me quedó la felicidad. Y el cello.
Dejo cello aquí para unas 12 horas. No es tanto. Es lo que duraría un viaje.