En Londres lo llamaban signor Nicola, también le decían il Napolitano. Y esto porque parece que de allí venía Nicola Matteis cuando llegó a la isla.
De tierras de pizza, vino y sol fue a dar a la tierra del budín, las brumas y el whisky.
Eran tiempos barrocos.
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Conté alguna vez aquí que en Britania lo tenían por un virtuoso extremo cuando ejectutaba el violín. En sus días, lo vivaban nobles y villanos. Y él como si nada, al parecer. Además de piezas notables, llegó a componer unos pocos libros valiosos para enseñar el instrumento. Al rato, se casó con una rica heredera de alcurnia, dejó la vida de las cuerdas en algún lugar y en algún momento después del casamiento y se retiró, como si se apartara del mundo, aunque no de las mundanidades: se ocupó de placeres tan extremosamente como lo hizo con su arte y ellos lo enfermaron hasta su muerte, cosa que ocurrió en la pobreza, dicen.
Alguna vez mencioné también que le cambió a los ingleses el modo de tocar y oír y gustar el violín. Supongo que les enseñó -de nuevo- a tomar vino, poniéndoles unas notas del sol de Il Mare a sus brumas. Que sería como decir que, con él, el violín brilló por allí un poco más soleado, y con más uva.
Queda sin saberse cuándo y por qué Nicola Matteis viajó y se afincó tan decididamente en Inglaterra. Como nadie sabe bien si aquel prodigio del arco murió a los 53 años o cerca de los 70; sí se atreven a asegurar que fue en Colkirk, como si dijéramos en Norfolk, East England.
Su vida toda está tramada en escorzos de misterios de gloria y miseria. Es claro que il signor Nicola se las ingenió para caminar este mundo sin andar dando demasiadas explicaciones, y al final evanesció en un mutis de contrastes.
Barroco, sí: claroscuros.
Pero los ingleses lo han rescatado de las sombras en el siglo pasado para que luzca su arte otra vez. Y lo quieren. Los que paladean música, se entiende.
Aquí queda algo más extenso de su obra, que ya menté alguna vez y que vuelve por sus méritos.
Buena compañía para días tan claros como oscuros.