Cuando era chico, me parecía raro (tal vez ya me molestaba...) oír aquello de que "ahí está..., ya empezó otra vez con su letanía...", con tono quejoso o despectivo.
Mi oído estaba acostumbrado al Rosario de la tarde, casi ya de noche, en las sierras de Córdoba, los veranos de mi niñez y adolescencia. Mi tío el cura rezaba medio adormilado en una silla de tijera, bajo unos talas y paraísos, y alrededor, más cerca, más lejos, los demás.
Lo último eran las Letanías que se rezaban en latín, mientras que el resto era en castellano. Y había, me parece recordar, de tanto en tanto, una oración en dialecto (piamontés, porque la creyente, la que había transmitido la fe a sus hijos, había sido mi abuela paterna...)
Habitualmente la Letanías eran las lauretanas a la Virgen. Pero, en algunas ocasiones, no sabría decir por qué, se rezaban las de los Santos, que eran más. Si no me equivoco, los domingos.
De chico, esas Letanías y su cadencia se me hacían como si dijera una procesión, un peregrinaje. Ir de casa en casa, golpeando la puertas de cada nombre pidiendo una limosna, una ayuda. Rogando, suplicando por algo, por alguien, por uno mismo, y esperar que me atendiera el nombrado (san Lorenzo, san Sebastián, san Cosme y san Damián, santa Agueda...) y él mismo recibiera el pedido y sonriendo, con su mano sobre mi hombro, me acompañara hasta la calle, por donde seguía andando hasta la próxima puerta.
En algunas solemnidades de Pascua, volví a oír con los años aquella cadencia de las Letanías de los Santos, y cada vez, sin querer, volvía a las imágenes de las tardes cordobesas y a esa peregrinación en rogativa y a esos rostros imaginados, consoladores y auxiliadores.
Cosas de chicos, dirá usted.
No tanto.
Y hoy por hoy, menos.