miércoles, julio 22, 2015

Música que no se ve, corazón que no siente




Sería a mis diecisiete, calculo. Por aquellos años descubrí la música antigua y especialmente la medieval.

Cualquiera se da cuenta de que no soy más que un gustador: ni conocedor y menos erudito en estas cuestiones.

Pero desde que la conocí me aficioné a esos sonidos tan dulces como ásperos, y tantos de ellos reconstruidos, a veces con buen tino y buen gusto por quienes saben de veras. Pero siempre sones ásperos para oídos como los occidentales que se formaron con la modernidad y las melodías que se fueron adobando del siglo XV en adelante.

Ni hablar. Para algunos estos sonidos son del todo insoportables, para otros son demasiado como orientales, para otros son casi desafinados, primitivos, bastos. Hasta irreales. Y así.

Ni hablar. Tienen para mí una sonoridad conmovedora en sus melodías, en sus ritmos y en sus dicciones arcaicas. Arcaicas, sí. Pero torpes, nones. Basta tomarse la molestia de llegar al hueso de la poesía que llevan. Hasta en los sonidos goliardescos o chuscos. Y ni decir de la enormidad de misterios y antigüedades que son nuestras raíces y que duermen en esos sones.

Ni hablar.

Sin embargo.

Algo que siempre me llamó la atención es la recepción fría y hasta desagradada de algunos que deberían tener por estas músicas una afición mayor y, por cierto, genuina (no ideológica), verdadera. Y un paladeo acorde, se entiende.

Amadores de aquellos siglos, lectores de sus poetas y filósofos, exaltadores de sus catedrales y castillos, degustadores de sus teologías o batallas, admiradores de sus caballerías y sus iluminaciones coloridas. Y más: prosélitos y apóstoles de la medievalidad, proclamadores de la sacralidad ínsita en sus tiempos y espacios, nostálgicos de su santidad, de su coraje, de su alegría, de su buen humor, de su amor a la fiesta y al trabajo. Celebradores de sus épicas tanto como de sus cervezas y sus vinos, de sus jabalíes rostizados, de sus hogazas brunas. Tan amantes de las finezas de sus amoríos y de sus picardías, como reconocedores de su sentido de la Gracia y del pecado. Veneradores de sus clérigos y caballeros, de sus abades y herreros, de sus matronas labradoras y sus heroicos pastores de ovejas, como fascinados por sus armaduras y sus espeluznantes milagros y leyendas y sus dragones y sus unicornios y sus ciervos blancos y sus lebreles corredores y sus doncellas excelsas. Y más. Y más aún.

Pero.

Muchos de ellos mismos, cuando llegan a los sones de aquellos siglos se detienen inexpresivos como a las puertas de un yermo. Y no hallan nada que gustar y oír gustando. No entienden qué deberían gustar y lo que oyen no los entusiasma ni les habla al corazón y les resulta completamente extranjero ese tiempo. Y así, cuando suenan los medievales, tuercen el gesto como si hubiera entrado en escena algo de lo que más bien parecen avergonzarse y que preferirían disimular, ignorar.

Extraño, mi cuate. Muy.

Nomás oír y ver el despliegue que la música tuvo en aquellos siglos, la afición de los grandes reyes, emperadores y abades, de sabios y reinas, por la música y el canto y la danza. Y la misma afición en los pequeños, en los cualesquiera.

¿Cómo podría uno llevarse de aquellos siglos todo y más que todo, menos la música y el canto y la danza?

¿Cómo podría uno no entender que esos mismos que casi idolatra en todo, menos en la música, era eso lo que cantaban y bailaban y oían con inmensa alegría y sentimiento?

¿Cómo podría?

Sería mala lógica decir que amando todo lo demás, debería uno obligarse por consecuencia a amar sus sones también. Como si dijéramos que por precepto de medievalofilia. Un disparate.

Pero es sospechoso un amor que no entiende por qué el amado ama tanto algo que tiene por alto y bello y que a mí me deja completamente frío y hasta contrariado, llegando al menosprecio. Y, encima, cuando eso pasa, gélidas las papilas que detectan los sabores musicales, miro condescendiente al medieval, ese músico primitivo, deforme, extravagante. En vez de mirarme a mí mismo, que soy quien escupe de sus oídos lo que ellos cantan y tañen y bailan.

Pienso si no será que muchos aman más bien la idea de lo medieval. No la cosa. La misma cosa y la cosa misma. La entera cosa, desde adentro de ella misma, viva, y no como un códice o unas piedras.

Será eso, tal vez. No lo sé. Supongo. O será una tara de mi gusto estragado que ama y celebra a los medievales también por esas extrañas músicas y no a esas extrañas músicas porque sean medievales.

Quién sabe.


Mientras, dejo aquí unas 50 muestras variadas en sus asuntos y melodías, de lugares y siglos distintos, desde el VIII de Alcuino hasta el casi XV de Francesco Landini, pasando por el oriente de Bulgaria hasta el finisterre de Portugal o Albión al oeste, y desde el norte de la Germania hasta el sur de Chipre.

Y así verá usted, mi amigo, qué oye cuando oye, si oye.