Las canciones de cuna, las ninne nanne, las nanas (y así siguiendo, no importa con cuáles otros nombres), están entre las cosas que los hombres hemos hecho bien. Es una punta fina del arte. Y es una obra tal que tiene el aire de generosidad y de libertad que no se ve en otras obras artísticas.
Están destinadas a quienes no nos darán mayormente nada a cambio. Y con el propósito casi explícito de que no lo hagan. Son obras para niños que habrán de dormirse al son de esas músicas.
Y si hay algo libre en este mundo es un niño plácidamente dormido.
Y si hay algo feliz en este mundo es la mirada de una madre o un padre viendo dormir a su niño pequeño. Sin más.
De modo que, si hay algo en esto que vale la pena, es la lección de ese apetito feliz de todo por nada que la belleza de veras respira en el corazón -y en la inteligencia- de los hombres.
Pero.
Lástima que los hombres tengamos tan poca confianza en la belleza.
Lástima que no tengamos a mano más versiones de lo bello que el esteticismo o la prostitución interesada de lo bello, haciéndolo trabajar a nuestro servicio.
Lástima que de habitual nos sea un ariete útil para cosas que reputamos mejores y que nos autorizan a usar lo bello como herramienta o como arma. Lástima que de habitual sea tan burgués nuestro paladeo de lo bello, tan ramplón y romo, como un insumo de autosatisfacción, un suntuario inútil a la vez que prestigiosamente útil.
Entre las anteriores, hay alguna que otra canción que descubrí en un lugar ruso.
Resulta que por aquellas tierras se animaron a recolectar canciones de cuna infantiles de todas partes del mundo y, para cada una, hicieron una animación. Proyecto curioso.
Me sorprende que haya quien crea que esas canciones sean cosas que deben ser rescatadas, realzadas, adornadas y vueltas a presentar.
Pero lo cierto es que los rusos lo hicieron. Qué quiere que le diga...