viernes, agosto 28, 2020

In memoriam


Hace años, Ignacito Anzoátegui, buen amigo ya en el cielo de los artesanos, me regaló una parte de sus viejos discos long play de flamenco y lo mucho que le gustaba; y fue una tarde mientras conversábamos, fumábamos parisennes y mateábamos amargos en los altos de su casa de Bella Vista, donde tenía su cueva.

Vocee su amor a España todo lo que usted quiera, hágase el gallego, ensáquese de manzanilla, pronuncie la zeta, trasiegue Jabugo, éntrele a las palmas, tome vino en bota, taconee, pontifique sobre palos, menee las caderas, lo que sea: será completamente inútil. El flamenco es una de esas cosas que ni queriendo se pueden imitar. Lo sabía bien Ignacio, que hasta donde recuerdo no tenía otra sangre que no fuera hispana y por eso mismo. 

Y un servidor lo sabe porque, diría, no tengo ni una sola gota de sangre hispana, y por eso mismo. Me parece que, en algún sentido, siendo lo absolutamente otro acaso hasta se lo entiende un poco más y seguro se entiende mejor lo imposible de su imitación.

No dije ser más, ni ser mejor: dije que es inimitable. Sólo los andaluces saben de qué se trata exactamente y cómo se hace realmente. Y hay que ser andaluz (más no sea secundum quid...) para conocerlo.

Y creo que en Flamenco, Carlos Saura hizo una cosa bien hecha dejando con arte que los andaluces lo mostraran con arte.

No tiene que gustarle, siquiera. Pero sería una desdichada muestra de pusilanimidad que no se pudiera apreciar la hondura y la belleza de esta forma de arte dramático (porque eso es antes que música, toque, cante o baile...)

Vaya lo que aquí dejo a la memoria de mi buen amigo y en su homenaje.