Oía una pieza famosa de Giuseppe Tartini, un véneto del setecientos, virtuoso del violín.
Se la conoce como El Trino del Diablo y, según el autor, tiene su origen en un sueño suyo en el que hace un pacto con el demonio, a quien en una ocasión le presta su instrumento para ver si sabe tocar. Oye en sueños, entonces, de manos del Malo, una melodía irrepetible que frascinado trata de recomponer al despertar, aunque con poco éxito, dice, porque no alcanza la calidad de la soñada.
Pero mientras pensaba en el asunto, la misma música me llevó a otras oscuridades lucientes, no muy lejos del barrio del cornudo.
Así aparecieron, claro, la obertura de Richard Wagner para su Fausto inconcluso, inspirada en el poema de Goethe. De allí pasé a la La isla de los muertos, de Sergei Rachmaninoff, poema sinfónico que inspiró una de las versiones de la pintura que lleva el mismo nombre, del suizo Arnold Böcklin. El cuadro tiene tema y reminiscencias dantescas. Al final, llegué a la Danza macabra de Camille Saint-Säens, que toma inspiración de un poema homónimo del simbolista Henri Cazalis, con el asunto del tópico tradicional de la Danza con la Muerte, aunque en esta ocasión musical la muerte toca melodías en un violín para otros tantos esqueletos, que bailan hasta que vuelven a sus tumbas al amanecer.
Y allí hube de terminar la cuestión.
La Sonata de Tartini ganó sus laureles por su perdurable dificultad extrema, dicen los peritos.
Y digo yo que es más que probable que esa dificultad le habrá llegado, precisamente, de su origen.
A más de su melancolía intensa, es casi seguro que el demonio que la inspiró no conozca, o haya olvidado (o ni quiera oír hablar de...), la simplicidad de la luz. O la luz de la simplicidad.
Lo cual -también hay que dejarlo asentado- no quiere decir que todo lo simple y luminoso nos sea claro.
Ni que todo lo que nos resulta claro sea simple. Y luminoso.